Pili Delgado.- Todas las verdades tienen sus causas porque no tal verdad tan impenetrable como un espejo. En el recuento crítico de la violencia hay demasiadas escenas de horror y sangre narradas a veces en la voz en primera persona que le pertenece a los testigos presenciales y a los sobrevivientes, plasmadas en las páginas de nuestro presente.
La violencia creciente ahoga por igual: juegos de niños en los parques, dibujos en los cuadernos, letras en las canciones que escuchamos a diario, notas periodísticas que resultan vergonzosas. Pero tal vez no hay cosa más escalofriante en estas páginas del presente que cuando los habitantes comunes y corrientes, empiezan a contar, más con morbo que con rabia, más con conformismo que con horror e indignación las crónicas de sus encuentros cada vez más cercanos con la violencia. Preferimos recorrer caminos hacia la incredulidad que al deseo de venganza. Y digo venganza porque que tal vez no haya cosa más absurda que permanecer callado teniendo voz.
En ese reconocimiento del sentimiento: venganza, que es maravilloso y horrendo, humano y atroz, finalmente nos demos cuenta de lo que significa vivir en guerra, hacer la guerra, sufrir la guerra en el día con día.
La cosa más espantosa y aterrorizante es que sólo toma unos cuantos momentos robar la tranquilidad, el amor y la inocencia de un niño, la ilusión de una familia que empieza o deshacer lo que el trabajo comunitario ha hecho por generaciones enteras. Difícil no asociar el hambre de poder, el reino imperante de la corrupción y la impunidad, con los hechos que forman nuestra realidad. No son gratuitos los consejos de no viajar por carretera, ni las sugerencias, sobre todo en ciertas ciudades, de no salir a cenar en lugares públicos ni mucho menos a bailar o divertirse. No son exageraciones y nada se ha calmado. No es exceso de cariño ni proclividad por el melodrama lo que provoca que cada despedida vaya precedida de un “cuídenseme mucho” y el abrazo apretado del que tiene incertidumbre de lo que vaya a suceder.
Mi temor es que, ese trabajo de generaciones enteras, ese trabajo amoroso y rutinario, dialógico y constante realizado por quienes tenemos esperanza se diluya en una generación indolente, conformista y ciega. Transmitiendo esta mística ojalatera: ojala los gobernantes fueran menos corruptos, ojala las policías fueran honestas, ojala la familia retomara su lugar, ojala la educación fuera más competente, ojala hubiera trabajo para todos, ojala, ojala.
El rojo, el azul, amarillo y los multicolores prometen y gritan con una urgencia puesta al revés porque la urgencia no es de ellos, es nuestra. Si estar en aprietos, en quiebra, sin alivio no logra despertarnos, recordemos que si la herradura le queda apretada, la mula patea. La urgencia es nuestra, escribamos donde nada está escrito invito a quienes usamos falda y a quienes usan pantalones que tengamos muchos calzones, que no estamos para prendas ligeras.
Llamamos como náufragas dichosas
a la embarcación que ha de salvarnos
la hemos llamado y,
le confiamos nuestro ser.
Pero no nos escucha.
No volveremos hacia la desesperanza
porque aún hay música
en nuestra alma que se resiste
a silenciarse.
Es el silencio de los prisioneros,
es la mudez de los cansados,
es el mundo enojado con la risa.
Los guardianes del infierno
rompen las cartas de auxilio.
Seguiremos llamando.
Seguiremos cantando
para que no canten ellos.
Hay, en la espera,
un rumor que viene el día,
que habrá una repartición de sol.
Y cuando sea de noche, siempre,
una tribu de risas y canciones.
Para que no canten ellos,
los funestos, los dueños del silencio.